Agente Atienza. Operación Portería
Entré en la Tienda del Espía como quien entra en su santuario particular. El tintineo de la campanilla anunció mi llegada, pero el señor Macías ni se inmutó, concentrado en ajustar un diminuto mecanismo bajo sus gafas gruesas. Avancé entre estanterías repletas de artilugios que harían babear a James Bond.
—Buenos días, señor Macías —saludé, intentando sonar profesional.
—Julián, muchacho —respondió sin levantar la vista—. Justo a tiempo para ver el nuevo lapicero-secreto-termo-telescopio.
Sonreí. Los nombres que Macías ponía a sus inventos eran casi tan ridículos como mis posibilidades de convertirme en un espía de verdad. Pero algún día, cuando tuviera misiones importantes y un presupuesto decente, llenaría mi apartamento con estos cacharros.
—¿Y para qué sirve exactamente? —pregunté, acercándome al mostrador.
—Escribe, mantiene el café caliente y espía a la vecina del quinto. Todo a la vez —explicó, limpiándose las gafas con parsimonia—. Pero tú no has venido por esto, ¿verdad?
Negué con la cabeza mientras acariciaba con disimulo el bulto en mi bolsillo. El paquete que debía entregar en la embajada pesaba como si contuviera secretos de estado, aunque probablemente fuera solo documentación aburrida.
—Solo estoy mirando. Para cuando sea un agente... ya sabes, de los de verdad.
Macías asintió con una sonrisa cómplice.
—El micro-radio-calzoncillo-detector de mentiras está rebajado —señaló hacia una esquina—. Te lo recomiendo para tus... misiones.
En ese momento, un movimiento captó mi atención. En el rincón más alejado, un tipo completamente bronceado y depilado, con músculos que parecían esculpidos en bronce, examinaba la sección de disfraces.
—¿Tiene más pelucas? —preguntó con voz aterciopelada—. Me llevo todas las que tenga.
Macías ni pestañeó.
—Como siempre, señor Méndez. Las de la semana pasada y tres nuevos modelos.
El hombre asintió, satisfecho, mientras se ajustaba unas gafas de sol dentro de la tienda. ¿Quién narices se pone gafas de sol en una tienda mal iluminada?
—Perfecto —respondió, pasando una tarjeta de crédito dorada por el mostrador—. Y recuerde, discreción.
—Como siempre, señor Catalino —contestó Macías.
Salí de la tienda con la cabeza llena de fantasías sobre micrófonos ocultos y cámaras del tamaño de un botón. Mi mano volvió a tocar el paquete en mi bolsillo. Debía entregarlo en la embajada antes del mediodía, pero primero pasaría por mi edificio. No podía esperar a ver la cara de don Evaristo cuando le contara sobre mi primera misión oficial.
Crucé la calle con paso decidido, repasando mentalmente los protocolos de seguridad que había estudiado en los manuales. Mantén la naturalidad. No llames la atención. El paquete siempre cerca del cuerpo. Me sentía como un agente secreto de verdad, aunque mi traje gris barato y mis gafas de pasta probablemente me hacían parecer más un oficinista que un James Bond.
Al entrar en mi edificio, el olor a lejía me golpeó como un puñetazo. Don Evaristo, nuestro conserje, frotaba enérgicamente el panel de buzones con un trapo que parecía haber vivido varias guerras.
—¡Julián! —exclamó al verme, sin abandonar su tarea—. Justo a tiempo. Tengo novedades sobre los espías del quinto.
Sonreí, hinchando el pecho con orgullo. Si él supiera...
—Buenos días, don Evaristo. Yo también tengo novedades —dije, bajando la voz y acercándome—. Estoy en medio de una misión clasificada.
Sus ojos se iluminaron como los de un niño en Navidad. Dejó el trapo a un lado y se acercó, ajustándose el manojo de llaves que colgaba de su cinturón.
—¿De qué nivel? ¿Gubernamental? ¿Internacional? —susurró, mirando a ambos lados del vestíbulo vacío.
—No puedo revelar detalles —respondí, disfrutando del momento—. Pero digamos que cierta embajada espera mi visita hoy.
Coloqué distraídamente el paquete sobre los buzones mientras me inclinaba para atarme el cordón del zapato. Don Evaristo se acercó aún más, su bigote canoso temblando de emoción.
—Lo sabía. Siempre supe que eras de los nuestros —asintió con convicción—. Por eso los del quinto te vigilan con sus antenas parabólicas disfrazadas de tiestos.
—¿Perdón?
—No te hagas el despistado conmigo, muchacho —me dio un codazo cómplice—. Llevo tres semanas documentando sus movimientos. Tienen tecnología soviética de los años 70, pero mejorada. Reciben señales extrañas después de medianoche.
Estaba a punto de explicarle que los del quinto eran una pareja de jubilados con problemas de audición cuando me agarró del brazo con sorprendente fuerza.
—Antes de misiones peligrosas hay que alimentarse bien —sentenció, arrastrándome hacia la puerta—. Vamos al bar de churros de la esquina. Te invito a un chocolate con churros que te dará fuerzas para enfrentarte a esos espías internacionales.
—Pero yo...
—Nada de peros. Los mejores agentes siempre tienen el estómago lleno —insistió, empujándome fuera del portal.
Mordí un churro crujiente mientras don Evaristo desplegaba su particular visión del mundo ante mí. El chocolate espeso dejaba un bigote marrón sobre su bigote canoso, pero él ni se inmutaba, demasiado concentrado en sus teorías.
—Te digo que el del 5B no es quien dice ser —susurró, inclinándose sobre la mesa pegajosa—. Tres años viviendo en el edificio y jamás ha recibido una sola carta. Ni publicidad, ni facturas, nada. ¿Cómo se explica eso?
Asentí distraídamente mientras desbloqueaba mi móvil para comprobar la ruta hacia la embajada. Google Maps me indicaba treinta minutos en transporte público. Perfecto, tenía tiempo de sobra.
—Y luego está el del 4C, el tal Borja —continuó don Evaristo, mojando vigorosamente otro churro hasta que el chocolate salpicó la mesa—. Recibe visitas a las tres de la madrugada. Gente con gabardina, Julián. ¡Gabardina en pleno verano!
—Quizás sean amigos que salen de fiesta —sugerí, sin prestarle demasiada atención.
Don Evaristo resopló indignado.
—¿Amigos? ¿Con maletines metálicos y hablando en susurros? No me hagas reír. —Se limpió el bigote con una servilleta—. Y lo peor es el Sr. X.
—¿Quién?
—El tipo misterioso. Nadie sabe en qué piso vive exactamente. Aparece y desaparece como un fantasma. Siempre comiendo caramelos, observándolo todo.
Levanté la taza para dar un sorbo al chocolate caliente, cuando un pensamiento me atravesó como un rayo. Mi mano se quedó congelada a medio camino de mi boca. El paquete. El maldito paquete que debía entregar en la embajada.
Lo había dejado sobre los buzones.
El chocolate quedó suspendido frente a mis labios mientras mi cerebro procesaba el desastre. Lo había dejado ahí, a la vista de cualquiera, mientras me ataba el cordón. Y ahora estaba desayunando tan tranquilo, a varias calles de distancia.
—¿Julián? —la voz de don Evaristo sonaba lejana—. ¿Te encuentras bien? Pareces haber visto un fantasma.
La taza tembló en mi mano. Mi primera misión importante y ya la había fastidiado.
Me puse en pie tan rápido que la silla casi se cae de espaldas. El chocolate salpicó la mesa y parte del pantalón de don Evaristo, que me miró como si me hubiera vuelto loco.
—¡El paquete! —grité, metiendo el último churro en mi boca—. ¡Tenemos que volver!
No esperé respuesta. Salí disparado del bar, esquivando a una señora con un carrito y casi derribando a un repartidor. Detrás de mí, escuchaba los pasos apresurados de don Evaristo y sus resoplidos.
—¡Espera, Julián! ¡Mis rodillas no dan para carreras olímpicas!
Pero no podía esperar. Mi corazón latía en mi garganta mientras cruzaba la calle sin mirar, provocando el bocinazo furioso de un taxi. Soy el peor espía de la historia. Ni siquiera he durado un día completo sin meter la pata hasta el fondo.
Llegué al portal jadeando, con el flequillo pegado a la frente por el sudor. Mis ojos se clavaron inmediatamente en los buzones.
Vacíos. Completamente vacíos.
El paquete había desaparecido.
—No, no, no... —murmuré, palpando la superficie metálica como si el objeto pudiera haberse vuelto invisible.
Don Evaristo apareció tras de mí, apoyándose en el marco de la puerta para recuperar el aliento.
—¿Qué... qué pasa, muchacho? —preguntó entre bocanadas de aire.
—El paquete... mi misión... lo dejé aquí y ya no está —balbuceé, sintiendo que el mundo se me venía encima.
Don Evaristo se irguió de golpe, como si le hubieran inyectado adrenalina. Su expresión cambió del agotamiento a la determinación en un segundo.
—Código rojo —murmuró, y acto seguido metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta de portero.
Para mi sorpresa, sacó un cuaderno desgastado con tapas de cuero, atado con una goma elástica que parecía a punto de romperse. Lo abrió con la solemnidad de quien consulta un texto sagrado.
—Registro de movimientos sospechosos, portal 8 —recitó, pasando páginas llenas de una letra diminuta—. Hoy han entrado... el del 2B a las 8:05, la señora Felisa a las 8:30 con bolsas para su fiesta, el nervioso del 4C a las 9:10...
—¿Borja? —pregunté, recordando sus comentarios en el bar.
—El mismo —asintió, repasando sus notas con el dedo—. Parecía más alterado de lo normal. Miraba hacia todos lados como si...
El ruido de bolsas de plástico nos interrumpió. Nos giramos a la vez para encontrarnos con Gumersinda, la vecina del tercero, cargada con lo que parecía la compra de un regimiento.
—¿Buscáis el paquete que estaba en los buzones? —preguntó, parpadeando nerviosamente—. Vi a alguien llevárselo...
Mi corazón dio un vuelco. Por fin una pista concreta.
—¿Quién se lo llevó, doña Gumersinda? —pregunté, acercándome tanto que la mujer retrocedió un paso, parpadeando como si tuviera algo en el ojo.
—Pues verás... —comenzó, dejando las bolsas en el suelo con parsimonia exasperante—. No lo vi claramente porque estaba recogiendo el correo, pero creo que fue el del 4C, ese Borja que siempre parece que ha visto un fantasma.
Don Evaristo asintió vigorosamente mientras garabateaba en su libreta.
—¡Lo sabía! Comportamiento sospechoso documentado desde hace semanas.
—Aunque... —Gumersinda se llevó un dedo a la barbilla—. También podría haber sido el señor misterioso, ese que nadie sabe dónde vive. Pasó justo después, comiendo caramelos como siempre.
—¿El Sr. X? —exclamó don Evaristo, su bigote temblando de emoción—. ¡Anótalo, Julián! Dos sospechosos principales.
Gumersinda continuó, ganando confianza con nuestra atención:
—Pero esta mañana también vi a Felisa muy alterada junto a los buzones. Decía algo sobre un paquete de Amazon que no encontraba. Y ya sabéis cómo se pone cuando pierde algo...
—Espere, espere —interrumpí, intentando poner orden—. ¿Entonces quién cree que se llevó mi paquete?
La anciana me miró como si la pregunta fuera absurda.
—Pues podría ser cualquiera, hijo. También pasó el fontanero, que por cierto, nunca me arregló el grifo del baño. Y la del quinto que baja siempre con ese perro que parece una rata...
Don Evaristo seguía escribiendo frenéticamente mientras yo sentía que me hundía en un pozo de confusión.
—Lo bueno —continuó Gumersinda, recogiendo sus bolsas— es que hoy los tendrás a todos juntos. La fiesta de Felisa empieza en... —consultó su reloj de pulsera— bueno, ya ha empezado. En el vestíbulo comunitario. Todos estarán allí, incluido el ladrón.
Como para confirmar sus palabras, desde abajo nos llegaron los primeros acordes de música latina y el inconfundible tintineo de copas y risas.
—¡La fiesta! —exclamó don Evaristo, cerrando su libreta de golpe—. El escenario perfecto para nuestra investigación, Julián. Podremos interrogar a todos los sospechosos sin levantar sospechas.
Tragué saliva. Una fiesta llena de vecinos, mi paquete secreto en manos desconocidas, y yo con mi credibilidad como espía por los suelos.
Don Evaristo ajustó su cinturón cargado de llaves y adoptó una expresión que intentaba parecer profesional, aunque solo consiguió que su bigote temblara más.
—Tengo un plan —anunció, mirando a ambos lados del vestíbulo como si temiese ser escuchado—. Tú infiltrarte en la fiesta y yo revisaré las grabaciones de las cámaras de seguridad.
—¿Tenemos cámaras de seguridad? —pregunté, sorprendido.
Don Evaristo me guiñó un ojo y señaló hacia unas cajas negras de plástico colocadas en las esquinas del techo.
—Por supuesto. Las instalé yo mismo hace años. El presidente de la comunidad cree que son falsas —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—, pero yo sé la verdad.
Decidí no comentar que aquellas "cámaras" tenían todo el aspecto de ser cajas vacías de un bazar chino. No era el momento de destruir sus ilusiones.
—Tú interroga a los sospechosos principales —continuó, hurgando en los bolsillos de su uniforme—. Borja del 4C, Felisa, y mantén un ojo en el Sr. X si aparece. Yo analizaré las... eh... grabaciones.
Sacó un walkie-talkie que parecía una reliquia de la Guerra Fría y me lo entregó con solemnidad.
—Comunicación segura —explicó, ajustando una antena torcida—. Canal tres. Código en caso de emergencia: "El grajo vuela bajo".
El aparato pesaba como un ladrillo y tenía más arañazos que un gato callejero. Dudaba seriamente de que funcionara, pero lo guardé en mi bolsillo con un asentimiento grave.
—Nos vemos en veinte minutos —concluyó, dándome una palmada en el hombro—. Y recuerda: discreción absoluta.
Me dirigí hacia las escaleras mientras don Evaristo desaparecía en su cubículo con aire misterioso. Subí los primeros escalones de dos en dos, repasando mentalmente las preguntas que haría. Tenía que ser sutil, inteligente, como un verdadero profesional.
Al girar en el primer rellano, casi choqué con alguien que bajaba. Borja Monteagudo, el del 4C, se quedó paralizado al verme, como un conejo deslumbrado por los faros de un coche. Llevaba una bolsa de basura negra extrañamente abultada que abrazaba contra su pecho.
—¡Julián! —exclamó con voz aguda—. Qué... qué sorpresa.
Sus ojos saltaban nerviosamente de mi cara a la escalera, como buscando una ruta de escape. Un sudor fino perlaba su frente a pesar del aire fresco del pasillo.
—Borja —respondí, intentando sonar casual mientras observaba la bolsa—. ¿Bajando la basura?
—¡Sí! —respondió demasiado rápido—. Solo basura normal. Cosas viejas. Nada importante.
La bolsa se movió ligeramente entre sus brazos y él la apretó con más fuerza, provocando un crujido sospechoso.
—Bueno, me voy a la fiesta de Felisa —añadió, intentando esquivarme—. No quiero llegar tarde.
Bloqueé la escalera con mi cuerpo, impidiendo que Borja escapara. La bolsa entre sus brazos crujió de nuevo y, por un segundo, me pareció ver algo rectangular a través del plástico negro.
—Borja, ¿seguro que es solo basura? —pregunté, señalando la bolsa con un gesto que intentaba parecer casual pero que seguramente me hizo ver como un policía de serie barata.
—¡Totalmente! —su voz subió una octava—. Ya sabes, papeles viejos, envases de yogur, alguna caja de... de... medicamentos.
Se mordió la uña del pulgar con tanta fuerza que me sorprendió que no sangrara. Sus ojos evitaban los míos como si mirarme directamente pudiera convertirlo en piedra.
—Es curioso —continué, apoyándome en la barandilla con fingida tranquilidad—. Hace un rato dejé un paquete en los buzones. Muy importante. Y ahora ha desaparecido.
Borja palideció. Literalmente, vi cómo el color abandonaba su rostro, dejándolo blanco como la leche cortada.
—¿Un paquete? No, no, no he visto ningún paquete —balbuceó, abrazando la bolsa con más fuerza—. Esta mañana apenas he salido. Bueno, salí para comprar pan, pero volví enseguida. Aunque antes pasé por el quiosco. Y luego recordé que tenía que enviar un email, así que regresé a casa. Pero me di cuenta de que necesitaba sellos, así que bajé otra vez...
Su explicación se volvía más enrevesada con cada palabra. Estaba sudando tanto que pequeñas gotas resbalaban por su frente.
—Borja —le interrumpí—, solo quiero saber si has visto...
El walkie-talkie en mi bolsillo cobró vida con un chirrido agudo que nos sobresaltó a ambos. Borja dio un respingo tan violento que casi deja caer la bolsa.
—¡Código rojo! —la voz distorsionada de don Evaristo resonó en el estrecho hueco de la escalera—. Todos los sospechosos están reuniéndose en la fiesta. Es nuestra oportunidad. Cambio y corto.
Borja me miró con los ojos como platos.
—¿Sospechosos? ¿Qué sospechosos? —preguntó con voz temblorosa.
Maldije internamente a don Evaristo y su falta de discreción mientras intentaba apagar el aparato. Borja aprovechó mi distracción para escabullirse escaleras abajo, moviéndose con una agilidad sorprendente para alguien tan nervioso.
—¡Tengo que irme! —gritó por encima del hombro—. ¡La fiesta! ¡Me esperan!
Bajé corriendo tras Borja, pero el tipo se movía como una liebre asustada. Para cuando llegué al vestíbulo comunitario, ya se había perdido entre la multitud.
La fiesta estaba en pleno apogeo. El espacio normalmente desangelado se había transformado con guirnaldas de colores y una mesa larga cubierta de aperitivos. Una pancarta colgaba torcida de la pared: "Felisa, 49 y tan divina".
Felisa Campillo se movía entre los invitados como un general inspeccionando sus tropas. Su pelo rubio rizado parecía vibrar con cada orden que daba.
—¡Cuidado con esa copa cerca del sofá nuevo! ¡Las servilletas están ahí para algo! —gritaba, señalando a una vecina que se encogió como si le hubieran disparado.
Escaneé la habitación buscando a Borja. Lo encontré en una esquina, junto a la mesa de bebidas, apurando una copa de vino como si contuviera el antídoto para algún veneno. Sus ojos seguían saltando nerviosamente de un lado a otro.
Pero lo que realmente captó mi atención fue una pila de regalos en una mesa lateral. Y ahí, entre cajas envueltas en papel brillante, destacaba una caja de Amazon sin abrir.
Rectangular. Del tamaño exacto de mi paquete.
Me dirigí hacia allí cuando sentí un tirón en la manga.
—El sospechoso principal está nervioso —susurró don Evaristo en mi oído, su aliento a churros y chocolate invadiendo mi espacio personal—. Fíjate cómo suda. Y no ha soltado su móvil en todo el tiempo, seguramente esperando instrucciones de sus superiores.
—¿Se refiere a Borja?
—¡Chsss! —me silenció—. Nombres en clave, por favor. Llamémosle "Nervios". Y mira, también está el Sr. X.
Seguí su mirada hasta un hombre de aspecto anodino que observaba la escena desde el otro extremo de la sala. Comía caramelos de una bolsita con metódica precisión, sin hablar con nadie.
—Pero lo más sospechoso es eso —continuó don Evaristo, señalando disimuladamente la caja de Amazon—. Apareció hace apenas diez minutos. Nadie sabe quién la puso ahí.
Felisa dio tres palmadas que sonaron como latigazos, y todos los invitados se sobresaltaron.
—¡Atención todos! —anunció con voz potente—. Es hora de abrir los regalos. Quiero agradecer vuestra presencia y vuestros detalles, aunque algunos —miró fijamente a una señora con un moño apretado— hayan traído la ensaladilla rusa que sobró de la barbacoa de la semana pasada.
Era mi oportunidad. Si esa caja contenía mi paquete, tenía que actuar antes de que Felisa lo abriera delante de todos.
No tenía tiempo para un plan elegante. Felisa avanzaba hacia la mesa de regalos con la determinación de un tanque, mientras los invitados la seguían como una procesión obediente. Mi paquete —si realmente era mi paquete— estaba a punto de ser abierto delante de todo el vecindario.
Me adelanté de un salto, interponiéndome entre Felisa y la mesa. La mujer se detuvo en seco, sus cejas arqueándose tanto que casi tocaron su pelo teñido.
—¡Un momento! —exclamé, levantando las manos como si detuviera el tráfico.
Todas las conversaciones cesaron. Docenas de ojos se clavaron en mí. Sentí un sudor frío recorriéndome la espalda mientras mi cerebro trabajaba a toda velocidad.
—¡Damas y caballeros! —continué, canalizando mi Poirot interior—. ¡Alguien aquí ha cometido un acto imperdonable!
El silencio se hizo más denso. Vi a don Evaristo asentir vigorosamente desde un rincón, sus ojos brillando con orgullo. Felisa, por su parte, me fulminaba con una mirada que podría haber derretido el polo norte.
—Sí, mis pequeñas células grises me lo dicen —seguí, pasándome la mano por el pelo con gesto dramático—. Entre nosotros hay alguien que ha tomado algo que no le pertenece. Y yo, como el gran detective belga, he reunido todas las pistas.
Escuché un jadeo colectivo. Mi mirada recorrió la sala hasta detenerse en Borja, que se había encogido tanto en su rincón que parecía querer fundirse con la pared. Sus manos temblaban visiblemente alrededor de su copa, y sus ojos, húmedos y brillantes, parecían a punto de desbordarse.
—El criminal siempre comete un error, por pequeño que sea —declaré, recordando otra frase de mi detective favorito—. Y las paredes tienen oídos, amigos míos, ¡tienen oídos!
Felisa dio un paso hacia mí, su rostro contorsionado en una mueca de furia apenas contenida.
—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, Julián? —siseó—. Estás arruinando mi fiesta con este numerito absurdo.
—¡No es absurdo, señora! —intervino don Evaristo, acercándose con su libreta en alto—. ¡Es una investigación oficial!
Me quedé petrificado mientras todos los vecinos nos observaban. Felisa estaba a punto de explotar, su rostro enrojecido contrastaba con sus rizos rubios. Don Evaristo agitaba su libreta como si fuera un arma, y yo... yo estaba improvisando descaradamente, mezclando frases de Agatha Christie con pura desesperación.
—¡Confiese! —exclamé, señalando dramáticamente hacia Borja, que parecía haberse encogido aún más—. ¡El paquete!
Borja dejó caer la copa de Duralex, que rebotó en la alfombra sin romperse. Sus labios temblaron y, para sorpresa de todos, incluido yo mismo, rompió a llorar. No un llanto discreto, sino uno de esos llantos desgarradores que hacen que la nariz moquee y el cuerpo entero se sacuda.
—¡Lo siento! —sollozó, cubriéndose la cara con las manos—. ¡Yo lo tomé! Pero fue un error, lo juro.
Un murmullo recorrió la sala. Don Evaristo garabateaba frenéticamente en su libreta mientras yo intentaba mantener mi pose de detective, aunque por dentro estaba tan sorprendido como todos.
—Estaba esperando un paquete de Amazon —continuó Borja entre hipidos—. Vi la caja en los buzones y pensé que era el mío... Cuando lo abrí en casa y vi... vi...
Se interrumpió, incapaz de continuar. Su cara había adquirido el tono de un tomate maduro.
—¿Qué viste? —preguntó Felisa, acercándose peligrosamente.
Borja tragó saliva y miró al suelo.
—Un Satisfyer —murmuró tan bajo que apenas se escuchó—. Con su nombre, señora Felisa.
El silencio que siguió fue tan denso que se podría haber cortado con un cuchillo… sin afilar. Luego, como una olla a presión que finalmente estalla, Felisa explotó:
—¡¿Has abierto MI paquete privado?! —chilló, su voz tan aguda que temí por las copas de cristal—. ¡¿Y has estado hurgando en MIS cosas personales?!
Borja se encogió aún más, lágrimas rodando por sus mejillas.
—No sabía cómo devolverlo sin que todos pensaran que soy un... un pervertido —balbuceó—. Intenté envolverlo de nuevo, pero quedó fatal. Luego pensé en dejarlo anónimamente, pero tenía su nombre...
Felisa avanzó como una tormenta hacia la mesa de regalos y agarró la caja de Amazon. La abrió con dedos temblorosos de rabia y, efectivamente, dentro estaba mi paquete, mal envuelto con cinta adhesiva y papel de periódico.
Los vecinos, que hasta ese momento habían mantenido un silencio respetuoso, comenzaron a murmurar. Vi sonrisas mal disimuladas, codazos y alguna que otra carcajada ahogada.
En medio del caos, me encontré observando una escena que jamás pensé presenciar. Felisa sostenía mi paquete —ahora su paquete— con una mezcla de furia e indignación, mientras los vecinos intentaban contener la risa sin mucho éxito. Borja seguía sollozando en su rincón, don Evaristo tomaba notas frenéticamente, y yo... bueno, yo no sabía si sentirme aliviado o mortificado.
Mi gran caso de espionaje había resultado ser un juguete sexual de Amazon. Mi paquete "ultrasecreto" era el Satisfyer de Felisa. Y mi sospechoso, un pobre vecino con demasiada vergüenza y muy mala suerte.
Mientras todos estaban distraídos con el espectáculo principal, sentí una presencia a mi lado. El Sr. X, ese vecino anodino que nadie parecía conocer realmente, se había acercado silenciosamente. Comía un trozo de tarta con meticulosa precisión, sin dejar caer ni una miga.
—Interesante situación —comentó con voz monótona, sin dejar de masticar—. Hace pensar en lo fácil que es abrir algo que no es tuyo por error.
Me tensé. Había algo en su tono que me puso alerta.
—A mí me pasó hace poco —continuó, clavando su tenedor en otro pedazo de tarta—. Abrí un sobre que no era mío. Una carta muy interesante.
El corazón me dio un vuelco. La semana pasada había recibido correspondencia confidencial con detalles de mi próxima misión. ¿Era posible que...?
—¿Qué tipo de carta? —pregunté, intentando que mi voz sonara casual.
El Sr. X me miró directamente por primera vez. Sus ojos, de un color indefinido, parecían leer mis pensamientos.
—Una con membrete oficial. Muy detallada sobre ciertos... procedimientos.
Tragué saliva. Si había leído esa carta, sabía perfectamente quién era yo y a qué me dedicaba.
—Pero no te preocupes —añadió, dando el último bocado a su tarta—, olvidaré todo lo que leí.
Lo miré con desconfianza. ¿Quién era este tipo realmente?
—¿Me lo promete? —insistí, sintiéndome ridículamente infantil al pedirle tal cosa.
El Sr. X esbozó algo parecido a una sonrisa mientras se limpiaba meticulosamente las comisuras de los labios con una servilleta.
—Palabrita del niño Jesús —respondió con tono neutro, haciendo una pequeña cruz sobre su pecho.
Por alguna razón inexplicable, aquella respuesta tan absurda me tranquilizó. Asentí, agradecido, mientras él se alejaba con la misma discreción con la que había llegado.
La fiesta se reanudó como si nada hubiera pasado, aunque notaba las miradas de reojo y las sonrisas mal disimuladas de los vecinos. Borja seguía en su rincón, bebiendo compulsivamente para olvidar su vergüenza, mientras Felisa había desaparecido momentáneamente, probablemente para esconder su "regalo" lejos de miradas indiscretas.
El Sr. X se había mezclado entre la gente, comiendo pastelitos con esa meticulosidad inquietante que lo caracterizaba. Sus palabras sobre la carta seguían resonando en mi cabeza. ¿Realmente sabía quién era yo? ¿O solo estaba fanfarroneando?
Estaba sumido en estos pensamientos cuando un grito agudo me sobresaltó.
—¡¿Quién demonios ha dejado esto encima de los buzones?! —la voz de Felisa retumbó en toda la sala—. No es forma de dejar un regalo.
Mi corazón dio un vuelco. Ahí estaba ella, sosteniendo en alto mi paquete, el verdadero, dispuesta ya a abrirlo. La caja rectangular con el sello oficial que debía entregar en la embajada. ¿Cómo había llegado ahí?
Corrí hacia ella como un poseso, tropezando con una anciana que me maldijo en lo que sonaba como un dialecto gallego.
—¡Es mío! —exclamé, intentando agarrar el paquete—. Lo dejé ahí por error.
Felisa lo apartó de mi alcance con sorprendente agilidad para alguien de su edad.
—¿Otro paquete, Julián? —preguntó con suspicacia—. ¿No tendrás algún tipo de fetiche con las entregas, verdad?
—No, no, se lo juro —supliqué, intentando alcanzar la caja—. Es importante. Es... trabajo.
—¿Trabajo? —sus cejas se arquearon con incredulidad—. ¿Qué clase de trabajo implica paquetes misteriosos y numeritos de detective?
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad de ruegos y explicaciones incoherentes, Felisa me devolvió el paquete con un suspiro exasperado.
—Los jóvenes de hoy... —murmuró, alejándose hacia un grupo de vecinas que la esperaban ansiosas por los detalles del drama.
Don Evaristo apareció a mi lado, dándome una palmada en la espalda que casi me hace soltar el preciado paquete.
—¡Misión cumplida, agente Atienza! —exclamó con orgullo—. La "operación portería" ha sido un éxito rotundo. Infiltración, interrogatorio y recuperación del objeto. ¡Como en los manuales!
—Gracias, don Evaristo —respondí, sin saber si reír o llorar—. Ha sido... instructivo.
Tras el desastre de la fiesta, necesitaba un respiro antes de continuar con mi misión. El paquete, finalmente recuperado, descansaba seguro bajo mi brazo mientras don Evaristo y yo nos dirigíamos al bar de la esquina.
—Ha sido una operación brillante —comentó don Evaristo, ajustándose el manojo de llaves en su cinturón con gesto orgulloso—. Deberíamos celebrarlo como es debido.
—No sé si hay mucho que celebrar —murmuré, aún mortificado por todo el espectáculo—. Casi pierdo mi trabajo por un Satisfyer.
El bar estaba casi vacío a esa hora. El olor a churros recién hechos y café se mezclaba con el aroma a suelo recién fregado. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana, desde donde don Evaristo podía vigilar la entrada del edificio "por si acaso", según sus palabras.
—Dos coñacs —pidió al camarero con autoridad, antes de que yo pudiera decir nada—. Y una ración de churros. Los mejores que tenga.
—Don Evaristo, tengo que ir a la embajada...
—Tonterías —me interrumpió, haciendo un gesto desdeñoso con la mano—. Un buen agente secreto siempre celebra sus victorias. Lo leí en una novela de John Le Carré. O quizás fue en una de Mortadelo y Filemón, no recuerdo.
Los coñacs llegaron, dorados y brillantes en sus copas balón. Don Evaristo levantó el suyo con solemnidad.
—Por nosotros, por el equipo más improbable de espías desde que el mundo es mundo.
No pude evitar sonreír mientras chocábamos nuestras copas. El coñac me quemó la garganta de manera agradable, extendiéndose como un calor reconfortante por mi pecho.
Los churros llegaron poco después, crujientes y dorados, acompañados de chocolate espeso. Don Evaristo mojó uno con deleite, como si fuera un ritual sagrado.
—¿Sabes, Julián? —dijo tras dar un mordisco—. En mis cincuenta años como conserje, he visto cosas que no creerías. Infidelidades, contrabando, incluso un intento de asesinato con una maceta. Pero lo de hoy... —soltó una risita—. Lo de hoy ha sido especial.
Mojé un churro en el chocolate, pensativo. El paquete seguía bajo mi brazo, pesando como un recordatorio constante de mi deber.
—¿Cree que el Sr. X sabe algo? —pregunté en voz baja—. Dijo algo sobre una carta...
Epílogo
¡Por fin solo!
Después de semejante día, el baño era mi santuario. Mi pequeño y desordenado santuario. La tensión acumulada de aquel día delirante se deshizo como un nudo mal hecho. La luz amarillenta, las baldosas desportilladas y la puerta que no cerraba del todo me daban igual. Era mi momento de paz.
Me senté con un suspiro de alivio. Abrí el cajón bajo el lavabo y saqué mi tesoro mejor guardado: el último número de "Cuerpos en acción". La portada mostraba a una modelo en bikini sosteniendo lo que parecía ser un dossier confidencial, bajo el titular "Los secretos mejor guardados del verano".
—Livin' la vida loca... —comencé a tararear mientras pasaba las páginas—. Upside, inside out...
Me detuve en una página central particularmente impresionante, donde un reportaje fotográfico mostraba a varias personas en poses sugerentes sosteniendo lo que parecían ser artefactos de espionaje de juguete. "Espías del amor", rezaba el título. Solté una carcajada.
—She'll make you take your clothes off and go dancing in the rain...
Una rubia y un moreno en una posición que desafiaba las leyes de la física me arrancaron una sonrisa de admiración.
—She'll make you live her crazy life, but she'll take away your pain... —canturreé, subiendo el volumen sin darme cuenta.
La revista en mis manos, el ritmo pegadizo en mis labios y la tranquilidad de mi baño. Por fin, después de aquel día de locos, podía ser simplemente Julián.
El Sr. X ajustó el enfoque de sus prismáticos con precisión milimétrica. La ventana del baño de Julián Atienza ofrecía una visión perfecta desde su posición estratégica en el edificio de enfrente. Tomó nota meticulosamente en una libreta cubierta de símbolos que ningún criptógrafo convencional podría descifrar.
"Sujeto J. A. consume material gráfico de contenido sexual mientras tararea música pop latina (R. Martin, 'Livin' la Vida Loca', 1999). Comportamiento incongruente con perfil psicológico previo."
Dio un bocado a su trozo de tarta, el tercero que había rescatado de la fiesta de Felisa. Masticó con lentitud, saboreando cada matiz dulce mientras continuaba su vigilancia. La combinación de azúcar y espionaje siempre había sido su debilidad.
Los prismáticos captaron cómo Julián pasaba página con expresión de asombro. El Sr. X anotó la hora exacta y el cambio en la expresión facial del sujeto.
"Reacción fisiológica notable ante página 47. Posible información codificada en imágenes."
Otro bocado a la tarta. La crema se deshizo en su boca mientras observaba con atención clínica cada movimiento de aquel espía novato, llamado a mayores hazañas, sin ninguna duda.