La otra Luna

Deslizo el dedo por la pantalla durante el desayuno, ese ritual matutino que ya forma parte de mi sistema nervioso. Doscientos nuevos seguidores desde ayer. Tres marcas nuevas queriendo colaboración. Números, números, números que bailan ante mis ojos mientras mi café se enfría en la taza de cerámica artesanal (que, por cierto, arrasó en Stories la semana pasada).

Me detengo en seco. Algo no cuadra.

Amplio mi última publicación y entrecierro los ojos. El filtro no es el que usé. Estoy segura. Este tiene un tono dorado, casi mágico, que hace que mi piel luzca perfecta, pero... no es el mío. Yo apliqué el Valencia suavizado, como siempre. Este parece... mejor. Como si alguien hubiera mejorado mi edición.

—¿Qué demonios...?

Agrando aún más la imagen y lo veo. El collar. Mi sencillo colgante de plata, el que me regaló mi abuela, ha... mutado. Ahora es una pieza elaborada con una piedra azul que nunca he tenido. Brilla como si fuera real, captando la luz exactamente como lo haría un zafiro auténtico.

Imposible.

El pulso se me acelera mientras abro frenéticamente mi aplicación de edición. Reviso el historial de cambios, las capas, todo. Nada. Según esto, yo subí la foto así.

Pero… no lo hice.

Toco mi cuello instintivamente, como si esperara encontrar esa joya fantasma materializándose sobre mi piel. Solo encuentro mi collar de plata, tan simple y real como siempre.

Mis dedos tiemblan ligeramente mientras deslizo la pantalla entre la foto original en mi carrete y la publicada. Son diferentes. Indiscutiblemente diferentes.

El zumbido de notificaciones interrumpe mi espiral de confusión. Tres mensajes de Tomás sobre la sesión de esta tarde. Un recordatorio de la reunión con la agencia. La vida normal reclamando mi atención.

Bloqueo el teléfono y lo dejo sobre la mesa, como si pudiera morder. Solo es un glitch. Algún error del sistema. Quizás Instagram está probando filtros automáticos.

Recojo mi taza, bebo un sorbo de café frío y me estremezco. Me levanto para preparar uno nuevo, intentando sacudirme esta sensación inquietante que se ha instalado bajo mi piel.

Tengo que probar el nuevo café colombiano San Sebastián, que está arrasando en la cafetería de moda de mi barrio. De ahí salen varias Stories, seguro.

Pero mientras la cafetera burbujea, mi mirada regresa una y otra vez al teléfono. Ese collar que nunca tuve brilla en mi memoria como una advertencia silenciosa.


Tres días después, estoy frente a mi armario, deslizando perchas con el dedo índice, buscando la combinación perfecta para la sesión de hoy. Siempre el mismo ritual meticuloso: seleccionar piezas que fotografíen bien, que combinen con mi feed, que cuenten la historia correcta.

Mi mano se detiene en seco, suspendida en el aire. El corazón me da un vuelco tan violento que casi puedo sentirlo golpear contra mis costillas.

Entre mi colección de prendas ordenadas por tonalidades, cuelga un vestido que nunca he comprado. Nunca.

Es imposible no reconocerlo: ese tono esmeralda intenso con aplicaciones doradas que brillan bajo la luz del vestidor. El mismo vestido que apareció misteriosamente en una de mis fotos alteradas hace apenas unos días. El mismo que despertó una oleada de comentarios preguntando dónde lo había conseguido.

Pero yo nunca respondí porque nunca lo tuve.

Hasta ahora.

Con dedos temblorosos, casi esperando que se desvanezca al contacto, toco la tela. Es sólida. Real. Tiene peso, textura, cae con la elegancia propia de una prenda de alta costura. La seda fría se desliza entre mis dedos como agua.

Reviso la etiqueta interior y el estómago me da otro vuelco. Valentino. Edición limitada. Una pieza que solo se consigue bajo pedido, con lista de espera de meses.

Una pieza que yo nunca encargué.

Mis piernas flaquean. Me dejo caer sentada en el borde de la cama, incapaz de apartar la mirada del vestido, mientras mi mente intenta desesperadamente encontrar una explicación racional.

¿Una broma elaborada? ¿Algún regalo sorpresa de una marca que olvidé? ¿Un envío equivocado?

Pero sé que no es nada de eso. Este vestido salió de una fotografía editada. Una fotografía que yo no edité.

El timbre de mi teléfono rompe el silencio sepulcral que ha caído sobre la habitación. La pantalla se ilumina con el nombre de mi agente.

Claudia: "¡Ese vestido verde te quedaba DIVINO ayer! Las fotos están circulando como locas."

Mi respiración se corta. ¿Ayer? Yo no llevé ningún vestido verde ayer. No salí de casa en todo el día.


Llego al edificio de cristal y acero donde Claudia tiene la oficina. En el ascensor, los espejos me devuelven una imagen que apenas reconozco: ojeras mal disimuladas bajo capas de corrector, pelo recogido en un moño improvisado que hice en el taxi. No me reconozco. O quizás es que ya no sé quién soy.

Las puertas se abren en la planta doce y camino como una autómata por el pasillo hasta la sala de reuniones. Claudia ya está allí, sonriente, con su traje impecable y esa energía desbordante que normalmente me contagia. Hoy solo me produce vértigo.

—¡Aquí está nuestra estrella! —exclama al verme, levantándose para besarme en ambas mejillas.

Me siento y dejo el bolso en el suelo mientras ella despliega una carpeta llena de documentos.

—Bueno, vamos al grano. ¡Felicidades por el contrato con Luxe Beauty! Su director creativo quedó encantado contigo en la fiesta.

Las palabras caen como piedras. Un frío repentino me recorre la espalda.

—¿Qué fiesta? —pregunto con un hilo de voz.

Claudia me mira extrañada, luego suelta una carcajada.

—¿Cómo que qué fiesta? La del miércoles en el Ritz, cielo. Llevabas ese Valentino verde que ha revolucionado las redes. No me digas que bebiste tanto que no lo recuerdas.

Intento mantener la compostura mientras ella desliza hacia mí un contrato. Mi firma está allí, en la última página. Una firma perfectamente imitada hasta en el pequeño garabato final que siempre hago. Mis dedos rozan el papel, esperando que se desvanezca como una alucinación.

Pero es real. Tan real como el vestido en mi armario.

—Doscientos mil por seis meses de exclusividad —continúa Claudia—. Exactamente lo que pedimos. Ni siquiera intentaron negociar a la baja.

Mi teléfono vibra sobre la mesa. Notificaciones en cascada. Felicitaciones por el contrato. Marcas interesadas en colaboraciones. Todo el mundo parece saber algo que yo desconozco sobre mi propia vida.

Salgo del edificio con el contrato firmado en el bolso, aturdida, navegando entre peatones como un fantasma. Las luces de la ciudad comienzan a encenderse mientras el sol se pone, difuminando los límites entre el día y la noche, entre lo real y lo irreal.

Mi teléfono suena una vez más: es Tomás, mi único ancla en este mundo que parece desmoronarse.


El bar donde me encuentro con Tomás está lo suficientemente oscuro para ocultar mi expresión descompuesta. Él me escucha con atención mientras, con voz entrecortada, le explico la situación. El vestido, las fotos alteradas, el contrato. Cuando termino, espero ver incredulidad, pero en su lugar encuentro una mirada preocupada tras los gruesos cristales de las gafas vintage que siempre lleva.

—Entonces —dice finalmente, inclinándose sobre la mesa—, según tú, tu Instagram ha cobrado vida propia, se ha materializado en un vestido de alta costura y ahora está saliendo de fiesta sin ti. Pues sí que estamos jodidos.

Suelto un bufido de frustración.

—No tiene gracia, Tomás.

—Al contrario —responde, alzando su copa—, tiene toda la gracia del mundo. Tu problema es que has triunfado demasiado en crear una imagen perfecta. Tan perfecta que ha decidido independizarse y buscarse la vida por su cuenta. Es el sueño húmedo del capitalismo: un producto que se publicita solo.

No puedo evitar reírme, aunque el sonido se parece más a un sollozo. Le muestro el vestido en una foto.

—¿Te has planteado que quizás lo compraste en uno de esos momentos de compra compulsiva y simplemente lo olvidaste? —sugiere Tomás, siempre racional—. El año pasado pediste tres lámparas idénticas y ni te acuerdas.

—Tomás, aparezco en eventos a los que no he ido.

Él toma un sorbo de su cerveza, pensativo.

—Vale, eso ya es más difícil de explicar con compras compulsivas —concede finalmente—. A menos que también hayas contratado a un doble y lo hayas olvidado. ¿Has revisado tus extractos bancarios?

Al día siguiente, llego a Barista Blues, mi cafetería favorita del barrio. El aroma a café recién molido me envuelve como un abrazo familiar, uno de los pocos consuelos que me quedan en este mundo que parece desmoronarse a mi alrededor. Necesito aferrarme a mis rutinas, a lo predecible, a lo que puedo controlar.

Sara, la barista de siempre, me sonríe desde detrás del mostrador.

—Buenos días, Luna. ¿Qué va a ser hoy, el de siempre?

Asiento, agradecida por esta pequeña constante.

Flat white con leche de avena, por favor.

Sara comienza a preparar mi pedido, pero mientras manipula la máquina de espresso, me lanza una mirada cómplice por encima del hombro.

—Hoy no te sientes tan atrevida como ayer, para probar algo diferente.

Me quedo inmóvil, con la tarjeta de crédito suspendida en el aire. Un escalofrío me recorre la espalda.

—Perdona, ¿ayer?

—Sí, viniste por la tarde. Con un vestido verde precioso —Sara habla mientras prepara el café, ajena a mi creciente pánico—. Me encantó lo que dijiste sobre abandonar las rutinas y atreverse a probar cosas nuevas. Por eso me sorprende que hoy vuelvas al flat white.

El corazón me late con tanta fuerza que casi puedo sentirlo en la garganta. Intento que mi voz suene casual, despreocupada.

—¿Y qué pedí ayer?

—Un espresso doble con una pizca de canela. Nunca te había visto pedir algo así.

La máquina de café silba mientras Sara termina mi pedido. Aprovecho esos segundos para sacar frenéticamente el móvil y abrir Instagram. Mis dedos tiemblan tanto que casi dejo caer el teléfono.

Y allí está. Una historia publicada ayer desde esta misma cafetería. Un espresso con canela, fotografiado desde un ángulo que yo nunca usaría, con un filtro demasiado saturado que jamás aplicaría. Debajo, una frase escrita con un estilo que no es el mío: «Es hora de romper las rutinas que nos encadenan. #VivirSinLímites».

Mil doscientas visualizaciones. Trescientos likes. Decenas de respuestas entusiastas.

No tengo recuerdo alguno de haber estado aquí. De haber escrito eso. De haber tomado esa foto.

Sara coloca mi flat white sobre el mostrador.

—Aquí tienes. ¿Estás bien? Te has puesto pálida.

Pago rápidamente, murmuro un "gracias" y salgo de la cafetería sin probar el café. La taza caliente quema mis dedos, pero apenas lo noto. En el reflejo de los escaparates, me parece ver que mi sombra se mueve con un milisegundo de retraso, como si existiera un desajuste entre yo y mi imagen proyectada.

Mi teléfono vibra en el bolsillo. Un mensaje: "Si quieres respuestas, busca al hacker supersecreto". Enviado desde mi propio número.


El taxi me deja frente a un edificio gris, tan anónimo que parece querer desaparecer entre las sombras del barrio. Un neón rosa parpadea intermitentemente: "FITNESS 24H". Nada que ver con los gimnasios boutique que frecuento para mis Stories de entrenamiento. Este lugar pertenece a otro Madrid, uno que apenas muestro en mi feed perfectamente planificado.

Compruebo la dirección en el mensaje cifrado que recibí tras días de preguntas discretas, favores cobrados y promesas hechas a gente que conoce a gente. "Bajos del gimnasio. Escalera lateral. Busca la puerta sin número."

Respiro hondo, ajusto mi bolso al hombro y desciendo por unas escaleras de cemento manchado. El pasillo subterráneo huele a humedad y a ese tipo de ambientador barato que pretende ocultar olores peores. La luz fluorescente parpadea como si agonizara, proyectando sombras que parecen moverse por voluntad propia.

Esto es una locura. ¿Qué estoy haciendo aquí? Debería estar en la presentación de esa marca de cosmética natural, sonriendo para las cámaras, no en este sótano buscando a un hacker que quizás ni exista.

Pero la imagen del vestido esmeralda, materializado de la nada, me devuelve la determinación. Los mensajes enviados desde mi propio número. Las fotos en lugares donde nunca he estado.

Puertas metálicas, alineadas por parejas, cuya pintura hace años que nadie ha repasado, como la de las paredes.

Las grietas en las paredes se mueven. Creo que mi problema va a peor. Hasta que… ¡no me lo puede creer!, ¡que san Valentino me proteja!, ¡son cucarachitas moviéndose por las paredes como por una autopista!

Camino despacio, procurando no respirar fuerte, para aspirar lo menos posible de estos olores. También por no tropezar y no rozarme con estas paredes que podrían arruinar mi outfit y transmitirme cualquier virus sólo con acercarme demasiado. Intento, simplemente, no vomitar.

Escucho un murmullo de voces cercano, el tintineo de tazas, y el aroma inconfundible de café recién hecho que se filtra por las rendijas de una de estas puertas.

Me acerco, con mucha prevención, a la que me atrae con el aroma. Me permito un pensamiento sincero: prefiero al olor de este café al doble espresso con canela infusionada que dejé atrás hace un rato.

Me detengo frente a la puerta metálica sin identificación alguna. Solo tiene un pequeño símbolo grabado, algo parecido a un código QR distorsionado. Mis dedos recorren el grabado, sintiendo sus bordes ásperos.

Levanto la mano y golpeo la puerta con nudillos temblorosos. El sonido metálico reverbera suavemente por el corredor vacío, amplificándose al retornar a mis oídos hasta parecer casi amenazador.

Espero. Segundos que se estiran como minutos. Nada.

Vuelvo a llamar, esta vez con fuerza. El eco se desvanece gradualmente, dejando tras de sí un silencio espeso.

Cuando estoy a punto de darme por vencida, percibo movimiento. Y un murmullo de voces preocupadas, como si sintieran amenazadas por mi mera presencia.

Empujo suavemente la puerta que alguien me ha entreabierto apenas. Un cartel discreto indica "Grupo de Apoyo T.A. - 19:00h". Por un momento dudo, pero la curiosidad me empuja hacia adelante.

La escena que encuentro dentro es completamente surrealista: unas ocho personas sentadas en círculo, con tazas de café en las manos, en lo que parece ser una reunión terapéutica. En cuanto entro, todos los rostros se giran hacia mí simultáneamente, como en una coreografía perfectamente ensayada.

—Bienvenida —dice un hombre de unos cincuenta años con una sonrisa cálida, el que me ha abierto la puerta—. Llegas justo a tiempo para la ronda de presentaciones.

—Yo... lo siento, creo que me equivoqué de puerta —balbuceo, sintiendo el calor subir a mis mejillas—. Estoy buscando al... um... —dudo, repentinamente consciente de lo absurdo que sonará— al…

—Al hacker supersecreto —me gritan todos a coro.

»En la puerta de al lado —me dice con suavidad el hombre que me ha abierto la puerta.

En ese momento, me fijo en que tiene una capucha puesta. Pero no es un adolescente de estos que siguen modas extranjeras ridículas. Y aquí no parece que vaya a llover bajo techo. Quizás haya tuberías que gotean; tampoco me extrañaría.

Ahora que no estoy tan precipitada ni nerviosa, le miro a los ojos. Los tiene profundos, dorados, intensos, que me taladran, como si estuviera analizándome a mí del mismo modo que yo a él. Supongo que es un él por su voz ronca y ultragrave, pero de su cara solo distingo los ojos. El resto de su rostro son solo pelos.

Miro a los demás que están sentados en el círculo: todos tienen capuchas puestas, ojos dorados y pelos, muchos pelos.

Excepto uno que está sentado al fondo, que me mira asustado. Este no lleva capucha, sino una absurda peluca y gafas falsas de esas de la Tienda del Espía. Y sus ojos son raros: están torcidos, verticales. Aunque su piel… estoy por acercarme y preguntarle qué crema usa para tener una piel tan perfecta.

—Al salir, a tu derecha, la puerta de al lado —me saca de mi estupor el que me abrió la puerta, invitándome a seguir mi camino. Le hago caso.


Al salir al pasillo, respiro profundamente, agradeciendo el aire viciado. Esta gente era rara. Prefiero volver a mi vida con unas redes sociales fuera de mi control. Es entonces cuando lo veo: un hombre delgado con una sudadera con capucha —el gimnasio de arriba debe de tener alguna oferta—, apoyado casualmente junto a la puerta que originalmente buscaba. Su rostro permanece parcialmente oculto bajo la capucha, pero puedo distinguir una sonrisa torcida que me observa con curiosidad divertida.

—Estoy impresionado —dice el desconocido, sin apartar la mirada de su teléfono—. La mayoría sale corriendo tras conocer a los Transformados.

Me sobresalto.

—¿Los qué? —le digo.

—Deberías leer más, chica —me responde, decepcionado, y hace por volverse.

—Espera. ¿Quién eres? —le digo, deteniéndole con el brazo.

—Algunos me llaman "el hacker supersecreto" —responde, guardando el móvil—. Un apodo ridículo, pero efectivo. Mi nombre es Damián.

Lo sigo hasta su pequeña oficina, un espacio caótico lleno de monitores, cables y tazas de café vacías. El lugar huele a electrónica recalentada y a ese tipo de café instantáneo que nunca me atrevería a mostrar en mis Stories. Me siento en la única silla disponible que no está cubierta de papeles mientras le cuento todo: el vestido, las fotos alteradas, la cafetería, el contrato firmado. Cada palabra que pronuncio suena más absurda que la anterior, pero Damián simplemente asiente, sin mostrar sorpresa.

—No eres la primera —dice finalmente, girando uno de los monitores hacia mí—. Mira.

La pantalla muestra noticias sobre influencers que desaparecieron misteriosamente o cambiaron radicalmente su personalidad de la noche a la mañana. Casos aparentemente inconexos hasta que Damián señala patrones: todos experimentaron anomalías en sus redes antes de su transformación final.

—Lo que estás afrontando no es un hacker externo o un fallo técnico —explica—. Es una manifestación digital de tus propios deseos reprimidos.

—¿Qué?

Mi voz suena aguda, incrédula. Mis dedos se aferran al borde de la silla hasta que los nudillos se me ponen blancos.

—Tu alter ego no es una entidad separada que te está suplantando. Es una parte de ti que has negado tanto tiempo que ha encontrado otra forma de expresarse. La línea entre lo digital y lo real es más permeable de lo que la gente cree, especialmente para personas como tú, que existen tanto online como offline.

Siento que el suelo se tambalea bajo mis pies. Las luces fluorescentes parpadean sobre nosotros, proyectando sombras que parecen moverse con vida propia.

—Eso no tiene sentido. No puedo estar desdoblándome sin saberlo.

Damián me mira con una mezcla de compasión y curiosidad científica.

—¿Estás segura de que eres la original?


La mañana siguiente a mi encuentro con Damián amanece con un mensaje de él: coordenadas de acceso a un panel de monitoreo que ha creado para mí. «Para que puedas ver el patrón por ti misma», dice.

Abro el enlace y me encuentro con una cronología perfectamente organizada de las actividades de mi alter ego. Capturas de pantalla, ubicaciones, interacciones, todo documentado con precisión forense.

Durante los siguientes tres días, apenas duermo. Mi apartamento se convierte en un centro de investigación improvisado. Damián pasa por aquí cada tarde, trayendo café y teorías cada vez más elaboradas. En la pared de mi salón, ahora cubierta de post-its y fotografías, vamos construyendo el perfil de esta otra Luna.

—Mira esto —señala Damián, mostrándome unas capturas de pantalla—. Ayer tu alter ego envió un email a Roberto Vázquez.

El nombre me provoca un escalofrío instantáneo. Roberto, mi antiguo jefe en la agencia de publicidad donde trabajé antes de convertirme en influencer. El mismo que me acosaba sutilmente, que me robó ideas, que me hizo sentir insignificante.

—¿Qué le dijo? —pregunto, con la boca seca.

—Básicamente, que es un fraude y que tiene pruebas de cómo robó tus conceptos para la campaña de Telson. Le dio 24 horas para admitirlo públicamente o enviará las evidencias a la junta directiva.

Me quedo sin aliento. Durante años he fantaseado con confrontarlo, con hacer justicia... pero nunca tuve el valor.

Y luego están las donaciones. Cinco mil euros a un refugio de animales. Tres mil a una fundación contra el cáncer infantil. Causas que siempre me han importado, pero que postergaba para "cuando tuviera más estabilidad".

Lo más inquietante llega al cuarto día. Damián aparece con una expresión indescifrable.

—Creo que deberías ver esto —dice, mostrándome un correo electrónico.

Es una respuesta de Altafilms, una productora independiente que respeta todo el sector. Confirman financiación para "Reflejos", un proyecto documental sobre la autenticidad en la era digital.

Mi corazón se detiene un instante. "Reflejos" era mi sueño, mi proyecto personal que nunca me atreví a presentar. Está basado en apuntes que solo existen en mi diario digital privado.

—¿Ves el patrón? —pregunta Damián mientras analizamos los datos—. No está actuando contra ti. Está haciendo lo que tú no te permites hacer.

Contemplo las evidencias, dividida entre el miedo y una extraña admiración.

—Siempre me he presentado como auténtica y cercana —murmuro—. Mi marca personal se basa en la autenticidad.

—Quizá la verdadera autenticidad está en lo que haces cuando nadie te ve —responde Damián—. O en lo que harías si no tuvieras miedo.

Esa noche, regreso a mi apartamento con la mente saturada. El vestido verde esmeralda cuelga en mi armario, resplandeciente bajo la luz tenue de mi habitación. Por impulso, lo descuelgo y me lo pruebo.

Me queda perfecto, como si hubiera sido diseñado específicamente para mí. La tela abraza mi cuerpo exactamente donde debe, realzando curvas que suelo disimular en mis outfits habituales.

Frente al espejo, no puedo evitar preguntarme si mi "otra yo" es realmente una amenaza o una liberación. El reflejo me devuelve una mirada que parece contener respuestas que aún no estoy preparada para escuchar.


Cuando Damián coloca el casco sobre mi cabeza, siento un hormigueo recorrerme la nuca. No es desagradable, pero desde luego me produce una sensación inquietante. Es como si alguien estuviera redibujando mis terminaciones nerviosas.

—Respira profundo —me indica, ajustando electrodos en mis sienes—. Tu mente intentará rechazar la experiencia. Es normal.

Cierro los ojos mientras el zumbido de los equipos me envuelve. Un aroma a ozono y café rancio flota en el aire de su oficina subterránea.

—¿Estás segura de querer hacer esto? —pregunta Damián por última vez.

Asiento sin abrir los ojos. No confío en mi voz para responder.

Cuando los abro de nuevo, estoy en mi apartamento. O algo parecido. Los contornos de los muebles se difuminan como acuarelas bajo la lluvia. Mis pasos provocan ondulaciones en el suelo, como si caminara sobre agua invisible. La luz tiene una cualidad onírica, ni día ni noche, como esa hora azul que tanto me gusta fotografiar.

Y entonces la veo.

Está sentada en mi sofá —nuestro sofá—, con las piernas cruzadas elegantemente. Lleva el vestido esmeralda. Su postura refleja una confianza que reconozco de mis mejores sesiones fotográficas, pero sin el esfuerzo que a mí me cuesta mantenerla.

No es una copia exacta. Es como si alguien hubiera tomado mi imagen y le hubiera subido el contraste, la saturación, la nitidez. Yo soy el borrador; ella es la versión publicada.

—Por fin nos conocemos cara a cara —dice con mi voz, pero sin mis inseguridades.

Me acerco lentamente, observando cómo su silueta parece más definida que todo lo que la rodea, incluida yo misma.

—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunto, odiando el temblor en mi voz.

—¿Hacer qué exactamente? —responde, ladeando la cabeza—. ¿Existir? ¿Expresarme? ¿Hacer lo que tú solo te atreves a imaginar?

—Suplantar mi identidad —contraataco—. Enviar correos, firmar contratos, materializar objetos en mi realidad.

Ella sonríe, y es perturbador ver mi propia sonrisa desde fuera, especialmente cuando nunca la he sentido tan genuina en mis propios labios.

—No estoy tomando el control —responde mi otro yo—. Estoy completando lo que dejaste a medias. Viviendo lo que tú solo te atrevías a imaginar.

—¿Y qué pasará con...? —hago un gesto abarcándonos a ambas, incapaz de formular completamente la pregunta que me aterra.

—Eso depende de ti. De nosotras. Podemos seguir fragmentadas, una existiendo cuando la otra duerme, o...

—¿O? —mi voz suena pequeña, casi infantil.

—O podemos reintegrarnos. Pero tendrías que aceptar partes de ti que has estado negando. Y yo tendría que aceptar limitaciones que he estado ignorando.

Sus palabras resuenan en mí como una verdad que siempre he conocido pero nunca me he atrevido a enfrentar. Observo sus ojos —mis ojos— y veo en ellos el anhelo de libertad que siempre he reprimido, el coraje que he fingido tener en mis posts pero que nunca he sentido realmente.

—¿Cómo sé que no me borrarás? —pregunto, dando voz a mi mayor temor—. ¿Que no acabaré siendo solo un recuerdo en tu mente?

Ella sonríe con una tristeza que me resulta dolorosamente familiar.

—No puedo borrarte porque soy tú. Tus miedos son mis limitaciones. Tu prudencia es mi freno. Nos necesitamos mutuamente.

Extiendo mi mano temblorosa hacia ella, notando cómo el apartamento a nuestro alrededor comienza a ondular. Las paredes se doblan como si fueran de goma, los colores se intensifican y luego se desvanecen. El suelo bajo mis pies parece líquido.

—El sistema es inestable —murmuro, recordando las advertencias de Damián—. No tenemos mucho tiempo.

Mi otro yo asiente, acercando su mano a la mía. Nuestros dedos están a milímetros de distancia. Puedo sentir un calor que emana de ella, una energía que vibra en sintonía con algo dentro de mí.

—¿Estás lista? —me pregunta.

El mundo digital y el real parecen fundirse momentáneamente alrededor de nosotras. Los límites entre lo que es virtual y lo que es tangible se difuminan hasta hacerse indistinguibles.


—¿Cómo puedo saber quién es la original? —pregunto, con mis dedos a milímetros de tocar los de ella.

Ella sonríe con tristeza.

—Esa es la verdadera pregunta, ¿no? ¿Y si te dijera que ninguna lo es? ¿Que ambas somos fragmentos de algo que se rompió hace tiempo?

Me paralizo ante sus palabras. ¿Ninguna es la original? El espacio digital parpadea a nuestro alrededor como una bombilla a punto de fundirse.

—¿Un colapso? —susurro, y algo se agita en mi memoria—. Hubo un período... después del lanzamiento de aquella campaña de cosméticos...

—Tres días sin dormir —completa mi otro yo—. Quinientas mil visualizaciones en veinticuatro horas. Comentarios negativos que no paraban de llegar. Tomás encontrándote...

—...en el suelo del baño —termino, y el recuerdo me golpea con fuerza—. Dios mío. Me llevaron al hospital.

—Y cuando volviste, algo había cambiado. Pero nadie lo notó porque seguías funcionando. Seguías publicando. Seguías sonriendo.

Un escalofrío me recorre la espalda. Recuerdo haber despertado en casa después del hospital, con la sensación de que algo fundamental había cambiado, pero incapaz de identificar qué. Las semanas posteriores están borrosas en mi memoria, pero mis redes nunca se detuvieron.

—Nos fragmentamos —murmuro—. Una parte de mí siguió con la vida cotidiana, manteniendo las apariencias, mientras otra parte...

—...tomaba las decisiones que la primera no se atrevía a tomar —concluye ella—. Al principio solo ocurría en momentos de estrés extremo. Luego la separación se hizo más frecuente.

El espacio virtual se estremece violentamente. A través de los altavoces, escucho la voz alarmada de Damián:

—La conexión se está volviendo inestable. Tenemos que sacarte de ahí ahora.

Pero antes de que pueda responder, mi otro yo da un paso decidido hacia mí, difuminando la distancia que nos separa.


Me quito el casco con dedos que parecen pertenecer a otra persona. Cada movimiento se siente extraño, como si estuviera operando un cuerpo que conozco pero que de alguna manera ha cambiado sus dimensiones. Me incorporo lentamente en el sillón de Damián, sintiendo una oleada de mareo que me obliga a sujetarme a los reposabrazos.

—¿Funcionó? —pregunta Damián, inclinándose hacia mí con una mirada clínica, estudiando cada microexpresión de mi rostro.

—No estoy segura —respondo, y mi voz suena familiar y ajena a la vez—. Me siento... diferente. Como si hubiera espacio para más dentro de mí.

Recuerdos que no reconozco del todo se filtran entre los míos: una conversación con el director de Altafilms donde argumenté apasionadamente por mi visión del documental; la sensación de libertad al escribir aquel email a Roberto, sin miedo a las consecuencias; el placer visceral de donar a causas que siempre me importaron sin calcular cómo afectaría a mi presupuesto.

En los días siguientes, esta dualidad se vuelve mi nueva normalidad. Conservo mi esencia, mi historia, mis inseguridades... pero entretejidos con impulsos que antes reprimía. Durante una reunión con una marca de cosméticos, me sorprendo negociando con una firmeza que nunca antes había mostrado, exigiendo una cláusula ética que semanas atrás habría considerado demasiado arriesgada.

No es una fusión perfecta. Hay momentos de disonancia, como cuando me descubro comprando ropa que nunca me habría atrevido a usar, o cuando escribo publicaciones más vulnerables de lo que mi instinto de autopreservación consideraría prudente. Pero también hay una extraña armonía en esta coexistencia, como si dos instrumentos diferentes hubieran aprendido a tocar la misma melodía.

Tomás lo nota inmediatamente cuando quedamos para tomar un café en nuestra cafetería habitual.

—Hay algo diferente en ti —dice, observándome con esa mirada penetrante que siempre ha tenido—. No puedo definirlo, pero es como si... brillaras más.

Le sonrío enigmáticamente mientras revuelvo mi café.

—Digamos que he integrado algunas partes de mí que tenía olvidadas.


El espejo de mi vestidor devuelve una imagen que ya no me resulta extraña, pero que aún me sorprende. Llevo el vestido esmeralda —ahora una pieza habitual de mi guardarropa— combinado con unas zapatillas deportivas desgastadas que antes habría considerado demasiado "ordinarias" para mostrar en mis redes. La contradicción me gusta. Representa lo que ahora soy.

Han pasado casi dos meses desde la fusión. Damián lo llama "reintegración neural-digital", pero para mí es simplemente encontrar el equilibrio. Como aprender a montar en bicicleta: al principio todo es inestable, luego se vuelve instintivo.

Mis seguidores han notado el cambio. Algunos se han ido, desconcertados por esta nueva Luna que a veces muestra las ojeras sin filtro o que se atreve a hablar de temas que antes evitaba. Pero otros han llegado, atraídos por esta autenticidad imperfecta que ahora permea mi contenido.

Claudia, mi agente, estuvo a punto de sufrir un infarto cuando rechacé aquella campaña millonaria de cremas "antiedad" después de investigar sus prácticas empresariales. "Es un suicidio profesional", me advirtió. Pero resultó que esa decisión atrajo a tres marcas con valores más alineados a los míos. A los verdaderos.

Mientras edito las fotos para mi próxima publicación —un carrusel sobre mi visita a un refugio de animales— siento una extraña punzada en el pecho. Una nostalgia que no logro identificar inmediatamente. Dejo el ordenador y me acerco a la ventana.

El atardecer tiñe Madrid de ese azul peculiar que tanto me gusta fotografiar. La hora azul. El momento donde todo parece posible, donde las fronteras se difuminan.

Y entonces lo entiendo: echo de menos a mi otro yo. No como una entidad separada, sino como aquella conversación que tuvimos. Aquel momento de honestidad brutal donde nos vimos realmente.

Tomo mi teléfono para comprobar las notificaciones mientras reflexiono sobre esta sensación. ¿La absorbí completamente? ¿O simplemente aprendimos a compartir el mismo espacio, como compañeras de piso que han establecido una rutina armoniosa?

Es entonces cuando lo veo. Un mensaje que hace que mi sangre se congele.


La notificación ilumina mi pantalla y me congela el corazón: "Tomás Vidal te ha etiquetado en una publicación de @espejo_nocturno". No reconozco la cuenta, pero algo en ese nombre me provoca un escalofrío instantáneo.

Abro la imagen con dedos temblorosos. Es Tomás, pero... no del todo. Está en el Skybar del hotel Índigo, ese lugar pretencioso lleno de influencers posturetas que él siempre ha detestado. Sostiene una copa de champán con una elegancia estudiada que no le pertenece. Su sonrisa es perfecta, calculada, como sacada de un catálogo. La postura de sus hombros, ligeramente echados hacia atrás, desprende una confianza que nunca he visto en él.

Es Tomás, pero no es Tomás. Como yo, pero no yo.

No. No puede estar pasando otra vez.

Marco su número con urgencia, sintiendo cómo el pánico trepa por mi garganta.

—Tomás, ¿dónde estás ahora? —pregunto sin saludar.

—En casa, editando unas fotos. ¿Por qué? —su voz suena normal, ligeramente distraída.

—¿Has estado hoy en el Skybar del hotel Índigo?

Hay una pausa confusa al otro lado de la línea.

—No, sabes que odio esos sitios pretenciosos. ¿Por qué lo preguntas?

Un escalofrío recorre mi espalda. La imagen es de hace apenas dos horas, según la marca temporal. El fenómeno no ha terminado; simplemente ha encontrado un nuevo huésped.

Antes de que pueda explicarle lo que estoy viendo, mi teléfono vibra con un mensaje de Damián:

"Tenemos que hablar. Lo que experimentaste puede ser contagioso. El contacto cercano con alguien durante la integración puede crear nuevos puntos de fractura en otras personas. Ven a mi oficina. Trae a tu amigo."

Vuelvo a mirar la foto. El Tomás digital me mira directamente, con una media sonrisa que parece decir: "¿Me buscabas? Aquí estoy". Sus ojos tienen ese brillo de reconocimiento, como si supiera exactamente lo que estoy pensando en este momento.

¿Realmente me integré con mi otro yo? ¿O solo abrí una puerta que ahora no puedo cerrar?

—Tomás —digo finalmente—, necesito que vengas conmigo a un sitio. Hay alguien que debes conocer.

—¿De qué va todo esto, Luna? —pregunta, con una nota de preocupación en su voz.

—De espejos rotos y reflejos que cobran vida propia —respondo, mientras observo mi propio reflejo en la pantalla del teléfono, preguntándome por un instante cuál de las dos versiones de mí misma está realmente al control en este momento.